Alexandre Abrantes, delegado del Banco Mundial para Haití reflexiona en un artículo de opinión, un año después del seísmo, acerca de las causas y las consecuencias de lo que él mismo denomina “la tragedia más terrible que recuerda” en su vasta experiencia en la cooperación internacional. Los centenares de miles de muertos, la destrucción de viviendas e infraestructuras vitales para el mísero país caribeño, el hundimiento del corazón social y económico, la desestructuración de las instituciones que empezaban a esbozar un incipiente Estado, la pérdida de los recursos humanos más formados de la administración pública, la pobreza endémica, la miseria, el cólera…
Todo en Haití estaba programado para convertir un seísmo brutal en una tragedia prácticamente irreversible pero las dificultades evidentes para acometer los primeros estadíos de la reconstrucción no han hecho sino empeorar las expectativas a medio e incluso largo plazo. Haití es hoy un país no sólo más pobre de lo que ya era – cuestión, por cierto, casi imposible – y derruido sino en el que la falta de liderazgo político e institucional, la debilidad del sistema democrático, la inseguridad para sus gentes y la descoordinación entre los distintos actores que intervienen sobre el terreno no augura nada bueno para la próxima década.
En su análisis Abrantes es más optimista y menos escéptico que en los demoledores informes que las ONGs presentes en Haití han hecho públicos con motivo del primer aniversario de la catástrofe. A pesar de que la canalización de los fondos económicos procedentes de los donantes internacionales ha sido más rápida que en ocasiones precedentes, las dificultades a la hora de coordinar los esfuerzos entre administraciones, cooperantes y ejército no han hecho sino incrementarse con el paso de los meses y la aparición del cólera. La pérdida de confianza en las fuerzas internacionales –especialmente tras la epidemia – y el incremento de la violencia entre escombros y campamentos es un factor desestabilizante más.. Todo es, en fin, un retrato de la desolación.
Convendría, no obstante, no perder ni la fe en el trabajo de los organismos internacionales, ni la capacidad de transformar todo el caudal de solidaridad en reconstrucción cuanto antes y, sobre todo, no olvidar que en el mundo quedan muchos “Haitís” plagados de miseria y pobreza en los que un terremoto puede convertirse en un punto sin retorno. El éxito de la reconstrucción tras una catástrofe es directamente proporcional a su desarrollo previo, por tanto aún en tiempos de crisis económica, no olvidemos que invertir en cooperación para el desarrollo de los países más pobres es invertir en que sus economías, sus sociedades, sus instituciones estén más y mejor preparadas para resistir cualquier catástrofe natural. El terremoto no convirtió en pobre a Haití, fue la pobreza y la miseria lo que ha convertido en terrorífico este seísmo.
Todo en Haití estaba programado para convertir un seísmo brutal en una tragedia prácticamente irreversible pero las dificultades evidentes para acometer los primeros estadíos de la reconstrucción no han hecho sino empeorar las expectativas a medio e incluso largo plazo. Haití es hoy un país no sólo más pobre de lo que ya era – cuestión, por cierto, casi imposible – y derruido sino en el que la falta de liderazgo político e institucional, la debilidad del sistema democrático, la inseguridad para sus gentes y la descoordinación entre los distintos actores que intervienen sobre el terreno no augura nada bueno para la próxima década.
En su análisis Abrantes es más optimista y menos escéptico que en los demoledores informes que las ONGs presentes en Haití han hecho públicos con motivo del primer aniversario de la catástrofe. A pesar de que la canalización de los fondos económicos procedentes de los donantes internacionales ha sido más rápida que en ocasiones precedentes, las dificultades a la hora de coordinar los esfuerzos entre administraciones, cooperantes y ejército no han hecho sino incrementarse con el paso de los meses y la aparición del cólera. La pérdida de confianza en las fuerzas internacionales –especialmente tras la epidemia – y el incremento de la violencia entre escombros y campamentos es un factor desestabilizante más.. Todo es, en fin, un retrato de la desolación.
Convendría, no obstante, no perder ni la fe en el trabajo de los organismos internacionales, ni la capacidad de transformar todo el caudal de solidaridad en reconstrucción cuanto antes y, sobre todo, no olvidar que en el mundo quedan muchos “Haitís” plagados de miseria y pobreza en los que un terremoto puede convertirse en un punto sin retorno. El éxito de la reconstrucción tras una catástrofe es directamente proporcional a su desarrollo previo, por tanto aún en tiempos de crisis económica, no olvidemos que invertir en cooperación para el desarrollo de los países más pobres es invertir en que sus economías, sus sociedades, sus instituciones estén más y mejor preparadas para resistir cualquier catástrofe natural. El terremoto no convirtió en pobre a Haití, fue la pobreza y la miseria lo que ha convertido en terrorífico este seísmo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario