EL SALARIO DE LOS(AS) POLÍTICOS(AS)

En medio del estallido de la crisis económica, el PP situó en el debate público los salarios de quienes nos dedicamos a la política. Aún en inferioridad institucional, desde Rajoy al último de sus responsables – incluso Cospedal, que ya es mérito- desgranaron todo tipo de argumentos que ponían una y otra vez en cuestión la legitimidad de las retribuciones que recibían en las alcaldías, presidencias de CCAA o en aquellos parlamentos donde el PP estaba en minoría. No se arredraron ante el hecho de que los emolumentos que recibía el propio Presidente popular excedían con mucho a los del Presidente del Gobierno de España o que la Secretaria General del PP se embolsaba, entre unas cosas y otras, cerca de 300 mil euros al año. No. El PP elaboró un discurso en el que la austeridad era el eje principal y de ahí derivaban toda una serie de medidas, cada cual más populista, dirigidas a “reducir lo que los políticos le cuestan a los ciudadanos”.
Como era previsible, este discurso de brocha gorda alcanzó el éxito inmediato en una sociedad con cinco millones de desempleados y aterrada ante cada noticia económica. La evidencia de que las instituciones no había sabido o podido regular los desmanes financieros y se habían mostrado incapaces de frenar el terrible dominó de la crisis no hizo sino incrementar el desafecto por la política y las dudas sobre su utilidad. La corrupción, las noticias sobre cargos públicos con conductas poco edificantes o la sucesión de escándalos urbanísticos no hicieron más que apuntalar algunos sencillos corolarios: todos los políticos son iguales, todos los políticos roban, el dinero invertido en el mantenimiento de las instituciones es un derroche innecesario.
De entre todas las instituciones sometidas a este acoso conservador, fueron sin duda los sindicatos y los ayuntamientos quienes se llevaron la peor parte. El debate sobre la utilidad o no de las organizaciones sindicales y el escaso pudor con que lo asumieron desde algunos sectores sociales y mediáticos protagonizó buena parte del año 2010 mientras a medida que se acercaban las elecciones locales y autonómicas, eran los ayuntamientos y las CCAA – las socialistas, claro – quienes pasaban a primera plana del escándalo social. En Galicia, además, el recuerdo del Gobierno de coalición de la Xunta se asoció a los gobiernos de las grandes ciudades, así que los “escándalos” del “bipartito” se atribuyeron, en escala local, a los socios de los gobiernos municipales: había demasiados coches oficiales, los alcaldes cobraban demasiado, había asesores en exceso y sólo la llegada de gobiernos austeros y rigurosos del PP podían poner fin a este reino del lujo y el oropel.
Pero la llegada del 22 de mayo y el cambio de mayorías parecen haber modificado sensiblemente la situación. Al parecer, de aquella austeridad prometida sólo queda una cicatería indigna a la hora de atribuir medios a la oposición, pero no era de aplicación directa a los alcaldes populares ni a sus gobiernos. La experiencia coruñesa, con el salario de Negreira – por encima del de Feijoo- y el diseño de una estructura ejecutiva que garantiza un gobierno especialmente bien retribuido no es más que la demostración de que lo que valía en campaña electoral no vale en el Gobierno e incluso Feijoo, que antaño se escandalizaba con lo que cobraban los ediles socialistas, no parece dispuesto a afear la conducta a los suyos.
Pero el “caso Negreira” ha tenido también la virtualidad de que algunos que antes seguían con entusiasmo el discurso vociferante del PP, reclaman ahora rigor y sosiego en la crítica y proponen un pacto sobre la cuestión. Sea. Coincido con este planteamiento que algunos socialistas llevamos tiempo haciendo – como el alcalde de Lugo- aunque convendría no olvidar, ahora, de quien es la responsabilidad de haber situado este debate indigno y hasta a veces soez, en el centro de la polémica. Fue el PP y sólo el PP quien optó por ejercer el populismo menos edificante para criticar no ya la gestión de los munícipes socialistas, sino la legitimidad incluso de los medios económicos y materiales con que cuentan las instituciones democráticas. Si era sólo una estrategia electoral cortoplacista o una hoja de ruta de mayor calado, lo iremos comprobando con el tiempo.
En cualquier caso, no parece que este sea un mal momento para alcanzar un acuerdo en la FEMP sobre las retribuciones de gobierno y oposición a nivel local. Un acuerdo que evite desmanes, que armonice los salarios, que consolide un mínimo de medios para los grupos de la oposición, proporcionales a su representatividad, y que evite situaciones esperpénticas como las que se han vivido en ayuntamientos en los que alcaldes en minoría se vieron privados de recibir un salario o se les impidió contar con personal de confianza alguno. Y un acuerdo que evite la utilización perversa y demagógica de una cuestión que interesa a los ciudadanos pero exige rigor, transparencia y fortaleza democrática en su planteamiento.