
Decía hace poco la gran Ana maría Matute, en una entrevista radiofónica deliciosa, que una vez sobrepasados los noventa había empezado a leer - y a disfrutar – novela negra. “Es curioso, nunca pensé que estuviese tan bien escrita; hay algunos autores realmente buenos”. Otros como Savater son verdaderos fanáticos de este género que hace tiempo dejó de ser un “dios menor” de la literatura para ganarse no ya el afecto de los lectores sino el respeto de la crítica más exigente. Desde los clásicos Poe, Chesterton, Christie, Simenon o Conan Doyle hasta los más recientes Camilleri, Grafton, Connelly o los españoles Vázquez Montalbán o Lorenzo Silva, pasando por las incursiones de autores clásicos como la magnífica “El nombre de la rosa” de Umberto Eco, la novela negra ha ido llenando nuestro particular universo literario de personajes inolvidables cuya perspicacia e intuición sólo son comparables, en la mayoría de los casos, a su tortuosa personalidad.
Porque si hay algo que parecen compartir la mayoría de los protagonistas de estos autores es un intenso dolor interior que les convierte en solitarios personajes de su propio drama; tan infelices en la resolución del crimen como en su vida cotidiana, tan melancólicos en su realidad personal como astutos en la persecución del crimen.. Sólo el tranquilote y familiar Maigret, el exquisito Poirot, la apacible Miss Marple o el bondadoso Padre Brown parecen separarse del arquetipo detectivesco que, desde hace un par de siglos, nos asombran con su inteligencia y nos abruman con su desesperación.
Desde que en 1991 apareciera la primera novela protagonizada por Kurt Wallander, “Asesinos sin rostro”, Mankell ha ido convirtiéndose en el autor más laureado y aclamado de la novela negra contemporánea. Este sueco que pasa media vida en Mozambique, dirigiendo su Teatro Nacional, casado con una hija de Bergman y defensor de causas justas – iba a bordo de la flotilla humanitaria asaltada por las tropas israelíes camino de Gaza – se convirtió en menos de veinte años en el novelista de referencia del género y su modesto inspector Wallander en uno de los personajes más familiares de la literatura actual. Ahora, dieciocho años después de su aparición pública, Wallander hace mutis por el foro igual que llegó, sin apenas hacer ruido, casi desdibujándose entre las brumas de su Escania, casi diluyéndose en la espuma del mar que le separaba de Baiba, entre los bosques que rodearon su vida y su trabajo, bajo la eterna llovizna del norte…
Kurt Wallander, de Ystad, hijo de un socialdemócrata de mal carácter que jamás le perdonó que fuera policía; padre de Linda, la más que probable continuadora de la saga, ex marido de alcohólica, obeso, diabético, solitario, intuitivo, melancólico, a veces iracundo pero siempre con un rastro de esperanza que nos dejaba entrever que es posible, aún, confiar en el ser humano. Mankell no escribió sólo novelas de intriga sino que aprovechó para acercarnos un dibujo completo de la Suecia actual, ese país al que el “Estado del Bienestar” no parece haber resuelto las incógnitas que también en “el sur” de Europa nos planteamos: el envejecimiento de la población, el debate de la seguridad ciudadana, la confianza en las instituciones, el individualismo frente a la defensa del patrimonio colectivo…
Mankell escribe novelas negras que son mucho más, que nos hablan del neofascismo, la xenofobia, la difícil integración de los países del bloque soviético en la Europa comunitaria, la autoridad frente a la libertad, el dolor de África, la enfermedad mental, el poder de los americanos.. en definitiva, construye un retrato poliédrico de la realidad sueca en el que Wallander es – era – el mejor cicerone. Kurt Wallander ha sido durante dieciocho años un tipo normal, con problemas normales, con angustias normales, con esperanzar normales, similares a las de cualquiera de nosotros.. Lejos del refinamiento de Poirot o o de la dura ironía de de Spade, Wallander es más como nuestro Bevilacqua, un tipo cuyo grado de infelicidad es más parecido al común de los mortales y cuya vida no se aleja demasiado de la vida de un sesentón de cualquier ciudad mediana europea.. Wallander, ahora, se va. Nos queda Linda o quizás alguna obra intermedia que nos llene los huecos inevitables en su comprimida existencia. Wallander se marcha pero Mankell se queda y con él, tal vez, sólo tal vez, regrese algo del viejo Kurt aescuchar sus óperas favoritas, a discutir con Martinson, a medirse la glucosa, a disfrutar de su nieta Klara.. Ahora vemos cómo el melancólico inspector se pierde entre la pesada niebla del norte, camino de un lugar recóndito, de ese donde tal vez donde se esconda el urogallo mil veces repetido en los cuadros de su padre.