Esta semana llega a España “Invictus”, la última película de Eastwood, basada en la figura de Nelson Mandela y cómo encontró en el Mundial de rugby un elemento para cohesionar a la maltrecha sociedad sudafricana del post- apartheid. El film está basado en la obra de John Carlin, “El factor humano” , si bien el genial director eligió como título el del poema que Henley escribió durante sus años de enfermedad y que Mandela repetía, como un mantra, durante los más de veinte años que pasó en la cárcel.
Pero el libro de Carlin - y, con seguridad, la película de Clint Eastwood - es algo más que un relato más o menos emocionante de la épica de un país; es, precisamente, un perfecto manual de cómo llevar un país a su épica y cómo transmitir a una sociedad dividida un objetivo común. Un manual, en suma, de liderazgo, de cómo la política transforma la realidad y es válida para llenar de esperanzas ciertas lo que antes sólo contenía desánimo e incapacidad. Una lección de política, siempre la política…
Es curioso que el estreno coincida en el tiempo con el primer aniversario de la toma de posesión de Obama, seguramente el dirigente actual que mejor comprende el valor último de la política y que mejor interpreta su relación con los ciudadanos. También lo es que el Presidente estadounidense no esté pasando su mejor momento y que los lobbys conservadores le acosen para impedir que la reforma sanitaria – su proyecto estrella – se convierta en realidad. Estas últimas semanas hemos podido comprobar cómo, lejos de retroceder o amilanarse, Barack Obama decidió situarse en el centro mismo de la acción política, evitando cualquier tentación de inmovilismo, consciente como es de que en política pararse o esconderse es derrota segura. Su discurso presentando las medidas de control bancario no es sólo bueno desde el punto de vista formal, sino que contiene la dosis justa – y necesaria – de seguridad en sí mismo, entusiasmo moderado y una llamada al esfuerzo colectivo particularmente valorado en el mundo anglosajón-protestante. El “yes, we can” tiene aún validez y el espíritu de esta llamada a trabajar por un objetivo común late en cada intervención del Presidente norteamericano.
Mandela y Obama comparten ciertos paralelismos. Ambos son, como es obvio, referentes para la comunidad negra y simbolizan en sí mismos la derrota moral del racismo y el apartheid. Los dos asumieron el poder en momentos difíciles en sus países – dramáticos en el caso sudafricano – y comprendieron que su papel iba más allá que acertar en la gestión concreta; supieron que, como casi siempre, los ciudadanos esperan mucho más de sus gobernantes, esperan que estos les den motivos “para creer”, para confiar, para “querer”. Obama es un magnífico orador, dicen que Mandela era más bien soso y monótono, sin embargo ambos supieron que lo esencial no era la oratoria sino llenarla de un sentido de tarea colectiva que cambiara el signo y la dirección del país en cada momento respectivo. El Presidente sudafricano recorrió el país llamando a la reconstrucción social y moral del mismo; al final de su periplo encontró en el rugby el medio con el que sanar alguna de las profundas heridas de una nación maltrecha. Obama predicó en cada rincón de los USA la capacidad de liderazgo y de reinventarse del país más poderoso del mundo, de cómo ser el más grande no significa, necesariamente, ser el más odiado ni el más temido, de cuánto quedaba por hacer para volver a sentir el orgullo y la responsabilidad histórica de aquellos que habían redactado la Carta de los Derechos del hombre…
Sudáfrica sigue siendo un país que avanza lentamente, en el que algunos de los peores fantasmas no han desaparecido. En los Estados Unidos su Presidente se enfrenta cada mañana a la oposición real de buena parte de las redes de poder de su propio país y sabe que las expectativas generadas en torno a su persona y su equipo no le permitirán demasiados tropezones. Pero es un auténtico placer, en esta realidad cotidiana en que “la cosa pública” se limita demasiadas veces a la gestión de asuntos concretos, aprender y recrearse en el ejemplo de quienes entienden la política como un ejercicio complejo de relaciones humanas, comunicación, liderazgo y perspectiva. Demasiado acostumbrados a gobiernos que limitan su tarea a lo inmediato y que sacralizan la tecnocracia como instrumento para el ejercicio del poder, es gratificante encontrar ejemplos que nos valgan para situar a la política en su justo lugar, el de la tarea compartida entre ciudadanos y gobernantes. Más allá de los expertos en gestión y administración queda el hueco que sólo pueden llenar aquellos capaces de liderar a su generación, aquellos que comprenden que por encima de presupuestos, evaluaciones y controles de calidad está la fe colectiva de una sociedad y donde no llegan los documentos de excelencia técnica sólo llega la capacidad de las personas de ponerse, juntos, en movimiento.. sólo llega el factor humano. “No importa cuán estrecho sea el camino, cuán cargada de castigo la sentencia, soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
Pero el libro de Carlin - y, con seguridad, la película de Clint Eastwood - es algo más que un relato más o menos emocionante de la épica de un país; es, precisamente, un perfecto manual de cómo llevar un país a su épica y cómo transmitir a una sociedad dividida un objetivo común. Un manual, en suma, de liderazgo, de cómo la política transforma la realidad y es válida para llenar de esperanzas ciertas lo que antes sólo contenía desánimo e incapacidad. Una lección de política, siempre la política…
Es curioso que el estreno coincida en el tiempo con el primer aniversario de la toma de posesión de Obama, seguramente el dirigente actual que mejor comprende el valor último de la política y que mejor interpreta su relación con los ciudadanos. También lo es que el Presidente estadounidense no esté pasando su mejor momento y que los lobbys conservadores le acosen para impedir que la reforma sanitaria – su proyecto estrella – se convierta en realidad. Estas últimas semanas hemos podido comprobar cómo, lejos de retroceder o amilanarse, Barack Obama decidió situarse en el centro mismo de la acción política, evitando cualquier tentación de inmovilismo, consciente como es de que en política pararse o esconderse es derrota segura. Su discurso presentando las medidas de control bancario no es sólo bueno desde el punto de vista formal, sino que contiene la dosis justa – y necesaria – de seguridad en sí mismo, entusiasmo moderado y una llamada al esfuerzo colectivo particularmente valorado en el mundo anglosajón-protestante. El “yes, we can” tiene aún validez y el espíritu de esta llamada a trabajar por un objetivo común late en cada intervención del Presidente norteamericano.
Mandela y Obama comparten ciertos paralelismos. Ambos son, como es obvio, referentes para la comunidad negra y simbolizan en sí mismos la derrota moral del racismo y el apartheid. Los dos asumieron el poder en momentos difíciles en sus países – dramáticos en el caso sudafricano – y comprendieron que su papel iba más allá que acertar en la gestión concreta; supieron que, como casi siempre, los ciudadanos esperan mucho más de sus gobernantes, esperan que estos les den motivos “para creer”, para confiar, para “querer”. Obama es un magnífico orador, dicen que Mandela era más bien soso y monótono, sin embargo ambos supieron que lo esencial no era la oratoria sino llenarla de un sentido de tarea colectiva que cambiara el signo y la dirección del país en cada momento respectivo. El Presidente sudafricano recorrió el país llamando a la reconstrucción social y moral del mismo; al final de su periplo encontró en el rugby el medio con el que sanar alguna de las profundas heridas de una nación maltrecha. Obama predicó en cada rincón de los USA la capacidad de liderazgo y de reinventarse del país más poderoso del mundo, de cómo ser el más grande no significa, necesariamente, ser el más odiado ni el más temido, de cuánto quedaba por hacer para volver a sentir el orgullo y la responsabilidad histórica de aquellos que habían redactado la Carta de los Derechos del hombre…
Sudáfrica sigue siendo un país que avanza lentamente, en el que algunos de los peores fantasmas no han desaparecido. En los Estados Unidos su Presidente se enfrenta cada mañana a la oposición real de buena parte de las redes de poder de su propio país y sabe que las expectativas generadas en torno a su persona y su equipo no le permitirán demasiados tropezones. Pero es un auténtico placer, en esta realidad cotidiana en que “la cosa pública” se limita demasiadas veces a la gestión de asuntos concretos, aprender y recrearse en el ejemplo de quienes entienden la política como un ejercicio complejo de relaciones humanas, comunicación, liderazgo y perspectiva. Demasiado acostumbrados a gobiernos que limitan su tarea a lo inmediato y que sacralizan la tecnocracia como instrumento para el ejercicio del poder, es gratificante encontrar ejemplos que nos valgan para situar a la política en su justo lugar, el de la tarea compartida entre ciudadanos y gobernantes. Más allá de los expertos en gestión y administración queda el hueco que sólo pueden llenar aquellos capaces de liderar a su generación, aquellos que comprenden que por encima de presupuestos, evaluaciones y controles de calidad está la fe colectiva de una sociedad y donde no llegan los documentos de excelencia técnica sólo llega la capacidad de las personas de ponerse, juntos, en movimiento.. sólo llega el factor humano. “No importa cuán estrecho sea el camino, cuán cargada de castigo la sentencia, soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma”.
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