“E eu, que durante tantas vezes fui acusado de não ter um diploma superior, ganho o meu primeiro diploma, o diploma de presidente da República do meu país.”
En enero de 2003 un emocionado Lula da Silva asumía la Presidencia de Brasil, recordando, en su discurso de investidura, una de las mayores críticas que había recibido a lo largo de su carrera política, su escasa formación académica. Efectivamente, este combativo sindicalista, había forjado su trayectoria pública en el liderazgo laboral desde un humilde puesto de obrero metalúrgico, en el que sólo obtuvo el diploma de tornero, cuando apenas contaba 18 años y llevaba seis ganándose la vida, primero como limpiabotas y más tarde en el poderoso sector del metal.
No es de extrañar, por tanto, que con esta carta de presentación el carismático Lula se encontrase con titulares escépticos en todo el mundo y con la abierta desconfianza de los sectores financieros que temían encontrar un nuevo Chávez en lugar de un continuador de las incipientes reformas introducidas por Cardoso. Pero ninguno de los negros presagios de los agoreros se cumplió. El Presidente electo se aprestó a calmar la inquietud interna y, especialmente, la exterior y desde el primer momento dejó claro que su intención no era replicar el vodevil bolivariano del Presidente venezolano, sino construir un proyecto serio y potente que permitiera a Brasil dar el salto desde el subdesarrollo al liderazgo mundial. Su enorme capacidad de consenso, fraguada en las batallas sindicales, le permitió diseñar un equipo económico en el que tuvieron sitio un ex trotskista – Palocci- como Ministro de Hacienda y un conservador, Meirelles, al frente del Banco Central; ellos fueron los encargados de iniciar el despegue brasileño mientras Lula convencía a los sectores más izquierdistas de que con una marcha menos, llegarían más lejos.
Ocho años después de aquél discurso, Lula da Silva se despide de la Presidencia convertido en el líder mundial más relevante y carismático de la década. Brasil camina con decisión hacia el progreso, sin abandonar la ingente tarea de eliminar la extrema pobreza en la que viven decenas de millones de personas; en el mandato de Lula, treinta millones han visto sustancialmente mejorada su vida y tienen ante sí una oportunidad de bienestar y progreso para ellos y sus hijos. El país ha frenado la destrucción de su inmenso potencial ambiental, ha saneado sus finanzas, ha ido reduciendo – sin eliminarlo del todo – la corrupción de la vida pública, ha asumido la educación y la atención sanitaria de su población, organizarán unos JJOO y cuando los países más desarrollados del mundo se enfrentaban a una gravísima crisis de origen financiera a Lula da Silva no le tembló la voz al señalar la desregulación de los mercados como la gran responsable ni al sentenciar: “nosotros limpiamos la casa, otros no. Ahora, los países ricos deben resolver sus problemas; los pobres no podemos pagar la política de casino que hizo Bush”.
El humilde sindicalista ganó la partida. Convertido en la figura más relevante de la política americana, el mundo entero se rindió ante su seguridad, su profundo sentido de la negociación y su capacidad de interlocución en los momentos y ante los conflictos más sensibles. En la complicada estrategia de Sudamérica, Lula ha sido el hombre cabal, en el que todos confían y al que todos acudían en momentos de crisis. Fue el interlocutor válido para Venezuela, Colombia o los propios americanos y su labor fue reconocida con el Príncipe de Asturias de la Concordia mientras los medios de comunicación más relevantes – Newsweek, Time o Financial Times le designaban como el personaje más influyente de la década.
Cuando mañana España amanezca, los brasileños habrán decidido quién continuará la obra del Presidente Lula. Casi con toda seguridad será Dilma Rousseff, su Ministra favorita, ex comunista, ex guerrillera, comparte con el Presidente su pasado revolucionario y su profunda fe en las posibilidades de progreso de Brasil, asentadas en el rigor económico y la transformación social. Dilma no comparte el magnetismo de Lula; a cambio, su paso por los calabozos y la tortura y su sólida formación como Economista le han permitido ganarse el respeto de la mayoría de un país que, en pleno proceso de desarrollo económico, se debate entre la esperanza y una cierta sensación de orfandad.. Lula, el obrero, el atractivo tornero de la oratoria encendida, el Presidente más votado de la historia de Brasil se va con su eterna sonrisa y los ojos aún húmedos por la emoción del calor de los suyos. El, que, como decían sus enemigos, no tenía títulos, que ni siquiera terminó la escuela.. que sólo era un obrero más.
En enero de 2003 un emocionado Lula da Silva asumía la Presidencia de Brasil, recordando, en su discurso de investidura, una de las mayores críticas que había recibido a lo largo de su carrera política, su escasa formación académica. Efectivamente, este combativo sindicalista, había forjado su trayectoria pública en el liderazgo laboral desde un humilde puesto de obrero metalúrgico, en el que sólo obtuvo el diploma de tornero, cuando apenas contaba 18 años y llevaba seis ganándose la vida, primero como limpiabotas y más tarde en el poderoso sector del metal.
No es de extrañar, por tanto, que con esta carta de presentación el carismático Lula se encontrase con titulares escépticos en todo el mundo y con la abierta desconfianza de los sectores financieros que temían encontrar un nuevo Chávez en lugar de un continuador de las incipientes reformas introducidas por Cardoso. Pero ninguno de los negros presagios de los agoreros se cumplió. El Presidente electo se aprestó a calmar la inquietud interna y, especialmente, la exterior y desde el primer momento dejó claro que su intención no era replicar el vodevil bolivariano del Presidente venezolano, sino construir un proyecto serio y potente que permitiera a Brasil dar el salto desde el subdesarrollo al liderazgo mundial. Su enorme capacidad de consenso, fraguada en las batallas sindicales, le permitió diseñar un equipo económico en el que tuvieron sitio un ex trotskista – Palocci- como Ministro de Hacienda y un conservador, Meirelles, al frente del Banco Central; ellos fueron los encargados de iniciar el despegue brasileño mientras Lula convencía a los sectores más izquierdistas de que con una marcha menos, llegarían más lejos.
Ocho años después de aquél discurso, Lula da Silva se despide de la Presidencia convertido en el líder mundial más relevante y carismático de la década. Brasil camina con decisión hacia el progreso, sin abandonar la ingente tarea de eliminar la extrema pobreza en la que viven decenas de millones de personas; en el mandato de Lula, treinta millones han visto sustancialmente mejorada su vida y tienen ante sí una oportunidad de bienestar y progreso para ellos y sus hijos. El país ha frenado la destrucción de su inmenso potencial ambiental, ha saneado sus finanzas, ha ido reduciendo – sin eliminarlo del todo – la corrupción de la vida pública, ha asumido la educación y la atención sanitaria de su población, organizarán unos JJOO y cuando los países más desarrollados del mundo se enfrentaban a una gravísima crisis de origen financiera a Lula da Silva no le tembló la voz al señalar la desregulación de los mercados como la gran responsable ni al sentenciar: “nosotros limpiamos la casa, otros no. Ahora, los países ricos deben resolver sus problemas; los pobres no podemos pagar la política de casino que hizo Bush”.
El humilde sindicalista ganó la partida. Convertido en la figura más relevante de la política americana, el mundo entero se rindió ante su seguridad, su profundo sentido de la negociación y su capacidad de interlocución en los momentos y ante los conflictos más sensibles. En la complicada estrategia de Sudamérica, Lula ha sido el hombre cabal, en el que todos confían y al que todos acudían en momentos de crisis. Fue el interlocutor válido para Venezuela, Colombia o los propios americanos y su labor fue reconocida con el Príncipe de Asturias de la Concordia mientras los medios de comunicación más relevantes – Newsweek, Time o Financial Times le designaban como el personaje más influyente de la década.
Cuando mañana España amanezca, los brasileños habrán decidido quién continuará la obra del Presidente Lula. Casi con toda seguridad será Dilma Rousseff, su Ministra favorita, ex comunista, ex guerrillera, comparte con el Presidente su pasado revolucionario y su profunda fe en las posibilidades de progreso de Brasil, asentadas en el rigor económico y la transformación social. Dilma no comparte el magnetismo de Lula; a cambio, su paso por los calabozos y la tortura y su sólida formación como Economista le han permitido ganarse el respeto de la mayoría de un país que, en pleno proceso de desarrollo económico, se debate entre la esperanza y una cierta sensación de orfandad.. Lula, el obrero, el atractivo tornero de la oratoria encendida, el Presidente más votado de la historia de Brasil se va con su eterna sonrisa y los ojos aún húmedos por la emoción del calor de los suyos. El, que, como decían sus enemigos, no tenía títulos, que ni siquiera terminó la escuela.. que sólo era un obrero más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario